UNA CASA SIN PAREDES
EL LUGAR DE ENCUENTRO Y COMUNIDAD DE SOLEDAD BARRUTI.

Este es un espacio para activar fuerte. Tenemos que lograr el cambio y el momento para decir, plantear y gritar fuerte armar equipos y estar atentos.

TEMAS

En el último tiempo mi hija me hace todas preguntas así: -Los espíritus, ¿son de verdad? -¿Y las sirenas? -¿El agua está viva o es como Papá Noel, algo a lo que juegan con sus familias algunos niños? -¿Somos animales como todos los animales o animales distintos? -¿Cómo es que tierra se acuerda de cosas? -¿Dónde está lo vivo que está vivo? -¿La magia existe? -¿Podemos ser jaguares otra vez cuando lleguemos a la vida de muertos?
Empecé a tener amigas cuando tenía entre 8 y 9 años, antes de eso el mundo humano me resultaba intimidante. Eran amigas las que empezaba a tener porque iba a un colegio solo de mujeres al que me habían cambiado a mitad de tercer grado porque, si bien me pasaba con todos que me daban susto y ganas de desaparecer, con los varones era aún peor. Aprendí de juegos, canciones, vestimenta, modismos en un tiempo récord, de tercero a cuarto grado. Me adapté hasta parecer lo que se esperaba que fuera: una niña normal de Buenos Aires. De día hasta yo misma estaba convencida de haberlo logrado. Pero de noche emergía otra cosa.
¿Quiénes son tus aliados en el inframundo? Para que puedas confiar y atravesar con ojos abiertos lo que está pasando, ¿aparecen? Para tocar con el arrojo que hace falta el abismo -el propio y el de alrededor (o este abismo: que exista tal separación)- y apoyarte en la inteligencia de la tierra y en su resistencia, ¿te acompañan? Cuando el corazón se te acelera, el aire se te atolla adentro y quedás tomada por una ansiedad que no entendés cómo te entra, ¿se quedan a tu lado? Cuando digo aliados me refiero a aquellos otros con los que te encontrás y sabés que no estás sola. Que te das la mano, te abrazas, te volvés más fuerte mientras caminás con toda tu fragilidad a cuestas por esos bordes afilados e insondables de un mundo que llora, que grita, que sangra. Esos aliados pueden ser amigos, pueden ser tus hijos, una pareja, o un extraño al que agradeces por esa canción o por esa escena o por esa frase que dispara la magia: si estamos con otros en la misma se disuelve un poco el miedo.
Mi madre vivía como yo en medio de la Ciudad de Buenos Aires. Pero sus padres, mis abuelos, cuando hacía calor la llevaban al río. Iban a la costa de Vicente Lopez, apenas cruzando a la provincia. Llevaban un pic nic, unas sillas, las toallas, se metían al agua a jugar, todos lo hacían. De esa época hay algunas fotos como la que está colgada en el portarretratos del pasillo oscuro del departamento de mi abuela: mi mamá y ella están en blanco y negro, sonrientes sobre una lona apoyada en el césped mirando hacia el agua limpia. Eran los años 60 y mi mamá tenía los mismos casi cinco años que mi hija tiene ahora cuando mira al río con sus ojos que son del mismo color que ese animal de agua: verdes, plateados, amarillos, un color todo revuelto y unas ganas que la rebalsan hasta la furia porque hace un calor del infierno pero ya sabe que no, que a este río nunca.
Este no es un texto sobre cómo ser felices. Sino sobre cómo sostenernos en estos tiempos de duelo y de colapso y de activismo. Cómo hacemos para no derrumbarnos en la angustia que da la información, la ansiedad por ver hacia dónde vamos, o la furia que que es poco lo que está cambiando. Creo que para estar en el mundo así con la sensibilidad despierta y el espíritu dedicado a tratar de hacer algo sin que la realidad nos pase por encima necesitamos prácticas que nos sostengan.
Fue lo primero que vi cuando visitamos la casa antes de saber que la compraríamos: el paraíso. Un árbol gigante y a la vez tan delicado. Estaba ahí en su cuadrado de tierra tallado en la vereda con sus más de cien años repleto de minúsculas flores violetas y blancas, de pájaros, de insectos. Estaba ahí pero no era de ahí. Esto lo supe después: sus ancestros y los de todos los paraísos viven a los pies de los Himalayas. De sus frutos los monjes hacen las cuentas de los collares con los que rezan sus mantras. Árbol sagrado en migración pagana el resto del mundo le retiró los atributos para llamarlo hoy como a todo migrante: invasor.
Durante quince años, cada vez que alguien me preguntaba si quería tener otro hijo —porque así es: tenés uno y no hay quien no pregunte por el hermanito—, sentía un no tan rotundo, tan inamovible, tan claro que solo algo proporcional a esa fuerza iba a poder moverlo: algo tan poderoso como la verdad nacida del mismo lugar hondo y vital. Cuando quedé embarazada de mi primer hijo —lo conté muchas veces—, tenía veinte años, estaba sola y me adentré a ese asunto con la confianza que toda esta época le imprime. Es seguro, fácil, una repetición de lo que acontece alrededor: sabés lo que vas a necesitar, y, no importa que nadie lo diga así, estás dándole a la sociedad lo que la sociedad precisa. Mi madre aceptó enseguida la situación y me ayudó a encontrar rápido una profesional que me acompañara: la obstetra que me había hecho nacer a mí y a mis hermanos. Todos partos exitosos: acá estábamos los tres. Cómo decir que no.
¿Qué hacer cuando la mayor parte el mundo no va hacia donde irías? ¿Cuando alrededor nada de lo que te resulta crucial, innegociable, conmovedor reverbera igual, cuando todavía somos tan poquitos en esto de cuidar y de amar a esta tierra viva?  Hace unos meses leí un libro que me dejó llorando a mares, una historia tan parecida a la que estamos viviendo con los humedales, con la minería, con los campos tóxicos, las extinciones, el sufrimiento absurdo. El libro es “El clamor de los bosques”, de Richard Powers. Voy a espoilear bastante así que si quieren ir por el libro (recomiendo fuerte) no sigan leyendo. Aunque también voy a usar estas líneas para pensar sobre estas otras cosas como esto de tener una ética diferente.

Llena los datos y contáctanos pronto nos comunicaremos contigo!