UNA CASA SIN PAREDES
EL LUGAR DE ENCUENTRO Y COMUNIDAD DE SOLEDAD BARRUTI.

Este es un espacio para activar fuerte. Tenemos que lograr el cambio y el momento para decir, plantear y gritar fuerte armar equipos y estar atentos.

TEMAS

Entonces, para seguir con la conversación que estábamos teniendo, se trata de permitirnos ser adultas sin dejar de maravillarnos con las sirenas, los espíritus del fuego, las palabras del mar. Abrazarnos a ellos con la convicción y responsabilidad que es habitar esta tierra en esta época. Animarnos a contar las historias que liberen a la apasionante búsqueda de verdad de su encierro en esta cárcel de razón, que tiene características tan poco razonables que nos están llevando al colapso sin que siquiera podamos sentirlo.
En el último tiempo mi hija me hace todas preguntas así: -Los espíritus, ¿son de verdad? -¿Y las sirenas? -¿El agua está viva o es como Papá Noel, algo a lo que juegan con sus familias algunos niños? -¿Somos animales como todos los animales o animales distintos? -¿Cómo es que tierra se acuerda de cosas? -¿Dónde está lo vivo que está vivo? -¿La magia existe? -¿Podemos ser jaguares otra vez cuando lleguemos a la vida de muertos?
¿Quiénes son tus aliados en el inframundo? Para que puedas confiar y atravesar con ojos abiertos lo que está pasando, ¿aparecen? Para tocar con el arrojo que hace falta el abismo -el propio y el de alrededor (o este abismo: que exista tal separación)- y apoyarte en la inteligencia de la tierra y en su resistencia, ¿te acompañan? Cuando el corazón se te acelera, el aire se te atolla adentro y quedás tomada por una ansiedad que no entendés cómo te entra, ¿se quedan a tu lado? Cuando digo aliados me refiero a aquellos otros con los que te encontrás y sabés que no estás sola. Que te das la mano, te abrazas, te volvés más fuerte mientras caminás con toda tu fragilidad a cuestas por esos bordes afilados e insondables de un mundo que llora, que grita, que sangra. Esos aliados pueden ser amigos, pueden ser tus hijos, una pareja, o un extraño al que agradeces por esa canción o por esa escena o por esa frase que dispara la magia: si estamos con otros en la misma se disuelve un poco el miedo.
2022 fue el año en que me di cuenta de que estaba exhausta. Fue un despertar doloroso pero a la vez amable. Lloré ovillada sobre mí misma hasta quedarme profundamente dormida cuando por fin lo entendí y me lo dije. No podría contar en este espacio los motivos concretos de ese agotamiento porque es toda una vida la que llevo pidiéndome emocional y físicamente cada día un poco más. Pero lo podés entender porque, con nuestras diferencias, seguramente te haya pasado a vos también: ir corriendo los propios límites porque nunca es suficiente siempre hay que hacer un poco más. Así, aunque en la pantonera de los privilegios probablemente ambas estemos en un color pastel a comparación de tantas muchísimas personas que no tienen garantizado ni un lugar ni un rato ni un plato de comida, a todas el sistema nos marca desde que nacemos con una consigna impiadosa: hay que ganarse la vida, y la vida es cara.
Este no es un texto sobre cómo ser felices. Sino sobre cómo sostenernos en estos tiempos de duelo y de colapso y de activismo. Cómo hacemos para no derrumbarnos en la angustia que da la información, la ansiedad por ver hacia dónde vamos, o la furia que que es poco lo que está cambiando. Creo que para estar en el mundo así con la sensibilidad despierta y el espíritu dedicado a tratar de hacer algo sin que la realidad nos pase por encima necesitamos prácticas que nos sostengan.
En casa hay una huerta distribuida en cuatro cajones y un compost que es un cajón repartido en dos. Eso quiere decir que hay un montón de reinos visibles e invisibles en colaboración que son plantas y frutas y pájaros, lagartijas, caracoles, arañas, mariposas, hormigas, escarabajos, bacterias, hongos… Cada cajón sembrado es un lugar luminoso de abundancia nutrido por el compost, que a su vez es un lugar oscuro lleno de nacimientos y muertes. Los dos lugares son más de convivencia y ayuda mutua que de competencia. En los dos lugares nunca nada se queda quieto. Hay potencia, hay belleza, hay tanta creatividad e inteligencia abriéndose paso en medio de una terraza en medio de una ciudad en medio de la tierra tapizada de cemento y asfalto en medio de tanta chatura y petróleo. Es la vida mostrando que está más allá de todo eso que le (nos) hacemos.
Fue lo primero que vi cuando visitamos la casa antes de saber que la compraríamos: el paraíso. Un árbol gigante y a la vez tan delicado. Estaba ahí en su cuadrado de tierra tallado en la vereda con sus más de cien años repleto de minúsculas flores violetas y blancas, de pájaros, de insectos. Estaba ahí pero no era de ahí. Esto lo supe después: sus ancestros y los de todos los paraísos viven a los pies de los Himalayas. De sus frutos los monjes hacen las cuentas de los collares con los que rezan sus mantras. Árbol sagrado en migración pagana el resto del mundo le retiró los atributos para llamarlo hoy como a todo migrante: invasor.
Hace más de 500 millones de años lo que ahora llamamos América del sur estaba pegada con lo que llamamos África. En lo que ahora llamamos Río de Janeiro en Brasil había montañas altísimas, como los Himalayas. La tierra era entonces continentes inmensos y mares intensos. Una historia que ya tenía millones de años hacia atrás haciendo otros continentes y que tendría (y tendrá) millones más hacia adelante con nuevas fragmentaciones, colisiones, transformaciones y formaciones que terminarían en esta versión del mundo increíble que habitamos hoy: humanos como células de un cuerpo cósmico. Partecitas de una Tierra que vive toda una vida propia mientras nos cobija, nos contiene y nos aloja como hace con tantas otras formas de vida que nacieron acá y que morirán acá para ser alimento y más vida. No somos dueños de nada. Tenemos sí mucho que cuidar y que reparar. Y muchos límites que poner a los zombis que creen que el futuro está en Marte y que acá se puede hacer cosas como bombardear el mar, envenenar los suelos, derribar los bosques.

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