Empecé a tener amigas cuando tenía entre 8 y 9 años, antes de eso el mundo humano me resultaba intimidante. Eran amigas las que empezaba a tener porque iba a un colegio solo de mujeres al que me habían cambiado a mitad de tercer grado porque, si bien me pasaba con todos que me daban susto y ganas de desaparecer, con los varones era aún peor. Aprendí de juegos, canciones, vestimenta, modismos en un tiempo récord, de tercero a cuarto grado. Me adapté hasta parecer lo que se esperaba que fuera: una niña normal de Buenos Aires. De día hasta yo misma estaba convencida de haberlo logrado. Pero de noche emergía otra cosa.