¿Quiénes son tus aliados en el inframundo? Para que puedas confiar y atravesar con ojos abiertos lo que está pasando, ¿aparecen? Para tocar con el arrojo que hace falta el abismo -el propio y el de alrededor (o este abismo: que exista tal separación)- y apoyarte en la inteligencia de la tierra y en su resistencia, ¿te acompañan? Cuando el corazón se te acelera, el aire se te atolla adentro y quedás tomada por una ansiedad que no entendés cómo te entra, ¿se quedan a tu lado?
Cuando digo aliados me refiero a aquellos otros con los que te encontrás y sabés que no estás sola. Que te das la mano, te abrazas, te volvés más fuerte mientras caminás con toda tu fragilidad a cuestas por esos bordes afilados e insondables de un mundo que llora, que grita, que sangra.
Esos aliados pueden ser amigos, pueden ser tus hijos, una pareja, o un extraño al que agradeces por esa canción o por esa escena o por esa frase que dispara la magia: si estamos con otros en la misma se disuelve un poco el miedo.
A veces entonces son humanos, o cosas creadas por humanos. Pero en este planeta enorme y diverso que habitamos puede ser un gato, los perros, o ese jilguero que debería estar volando entre los bosques y sin embargo se posó en tu ventana en medio la ciudad y con convicción, con toda esa fe de vida, canta.
Los aliados proponen encuentros para los que hay que estar disponible. Son criaturas que te muestran salidas posibles, te dan ideas nuevas, te enseñan a su manera. Otredades a las que hay que dejar entrar o a las que se puede acudir. Pueden ser las nubes, las hojas del otoño, las moscas de la fruta que invadieron la cocina, una piedra que no podés no levantar y llevar en el bolsillo, la planta que creció en el pedacito de tierra que se cuela por la grieta del asfalto.
Mis aliados para entrar al inframundo y atravesarlo con los ojos abiertos y el corazón encendido son desde hace un tiempo sobre todo las semillas de diente de león. ¿Las viste alguna vez? Parecen estrellas hechas de plumas, de seda, de rocío, de sol. No hay lugar en que no aparezcan así, brillando decididas por el aire como una mezcla hermosa, entre fantasmas y ángeles.
Las semillas de diente de león tienen un espíritu determinado pero secreto que las ayuda a seguir su destino. Las ves desplegándose en un campo abierto, en la montaña, en la playa, o -las que más veo por obvias razones- entre los colectivos y edificios y el humo de esta ciudad que no las marea ni las tizna. Parecen dispersas, a merced de fuerzas intensas que no podrían controlar: el viento, la lluvia, la falta de tierra de este todo asfaltado. Y sin embargo lo logran: llegan, fértiles, a donde quieren, y despliegan su abundancia ahí, en el lugar más inesperado. En canteros, en una rejilla que acumuló barro, entre escombros. Los dientes de león siempre logran hacerse el espacio, hallar el resquicio, la pizca que necesitan para vivir.
El diente de león es, además, la planta de los deseos. Sucede en todos lados: cuando crece, después de dar esa flor amarillo mediodía y esas hojas que son alimento y medicina, el pompón mullido repleto de semillas convoca a la gente a soplarlo. Y las personas humanas lo hacemos, y a cambio le pedimos algo -que el libro salga, que nos miremos, que Sarah se cure- y entonces las semillas se desprenden del tallo y empiezan su diáspora unida a la nuestra susurrada.
En el viaje, el fruto se mantiene igual pero el resto de la semilla, la parte emplumada (el vilano, así se llama) se transforma, adoptando estructuras que hasta ayer nomás se creían lo de siempre, erráticas y azarosas. Sin embargo ahora se sabe (científicamente se sabe) que el diente de león tiene la inteligencia de tomar agua del aire para desplegar sus alas y adaptarse al viento, la temperatura, la humedad que lo rodea, y ensancharse y volar y luego cerrarse y caer cuando encuentra el lugar propicio, o no: o quedarse donde está y cerrarse y no volar a ninguna parte hasta que vengan tiempos mejores.
Esas semillas que también podrían ser de hielo, de cristal, de agua, son la resistencia misteriosa, suave, tenaz y lúdica de una sola planta que llega hasta los confines más insólitos de este planeta increíble. Mientras en su viaje, cada una, rellena el espacio vacío y polvoriento, camuflada en sí mismas, invisible hasta que la ves y entonces -o a mi me pasa- se transforma en un vínculo, en una aliada, en ese súperpoder que da sabernos juntas compartiendo esta época. Los dientes de león son la prueba de que la vida está, es, más allá de todo.
El primer encuentro con ellos fue así: caminando de mi casa a la casa de mi novio. Es uno de los caminos más inspiradores que tengo. Treinta cuadras en línea recta en donde me cruzo con fresnos, plátanos, tilos, y pájaros. El ruido de la calle va agotando las cuadras a medida que avanzo y suelo escuchar música o algún podcast para taparlo. Y siempre pero siempre escribo mientras todo eso.
Pero ese día era uno de derrota. La calle estaba llena del humo de los crematorios en los que el agronegocio convirtió a los humedales del Delta del Paraná. El calor de diciembre pegoteaba la ropa y parecía que nunca iba a terminar el verano. Mis abuelos se están muriendo. Su casa con sus frutales viejos y su pasto lleno de abrojos que esconde mi infancia entera, ¿va a ser ocupada por qué? Que los lugares dejen de existir, sin poder hacer eso que hacen, trascender la vida pequeña de los humanos, recibirnos en nuestra vida de adultos o en nuestra vida de muertos, es desesperante. Pero no hay nada que pueda hacer aunque querría hacerlo todo. Ni por los humedales, ni por esta ciudad infierno, ni mucho menos por esa casa alquilada hace 37 años en la que aprendí dónde viven las ranas, cuánto pica cuando pica un abejorro y hasta donde puedo subirme a un ciruelo sin que se le partan las ramas.
Iba caminando por esa calle y algo pedí, transformé esa angustia en una especie de invocación pagana y lo que sea que propuse sucedió: la calle que suele estar bastante ocupada, por un rato se vació completamente y entonces aparecieron ellas. Eran las suficientes como para verlas y saber que sí: estaban ahí, iluminadas en la bruma, blancas como algodón, guiadas por una música inaudible.
Fue solo eso: mirarlas volar sin un lugar seguro pero sabiendo que ese lugar llegaría, que lo alcanzarían, que ese lugar las espera. Su existencia apareció dando existencia y entidad a ese instante, a lo impermanente, a lo inmanente, a una convicción salvaje que late en medio del caos.
Después quise conocerlas y así llegué a algunas de las cosas que conté antes: esas que terminaron de forjar esta relación de reciprocidad, confianza y entrega.
Ni idea cómo y tal vez no vea mucho más que la destrucción de aquello que amo pero la vida, con sus extinciones y colapsos, va a ser, porque siempre está siendo.
“La vida en todas sus formas es ambigua y así continuará. Por eso es necesario conocer el mundo, interrogar a otras especies, conocer cuáles son las mejores alianzas con ellas. Referirse a los otros animales y a las plantas nunca es referirse a mundos sin historia, sin cultura y sin tecnología. Se trata de entrar en esas relaciones con una infinidad de mediaciones, igual que como entramos en relaciones con otros humanos. Al contrario de lo que creemos, el problema no es la ausencia de palabras de las otras especies sino nuestra incapacidad de percibirlas”, escribe el filósofo italiano Emanuele Coccia en O Espírito da floresta (El espíritu de la selva): el libro en el que vuelven a hablar el antropólogo Bruce Albert y el indígena y chamán yanomami Davi Kopenawa.
Aprender a escuchar ese idioma, el de los otros, compañeros contra el fin del mundo, requiere silenciar las voces que nos dicen que alrededor nadie que no sea esto que somos habla ni siente ni piensa. Que estás rodeada de qué, nunca de quiénes.
Y para eso, para develar al mundo de su desencanto, de su inercia, y habilitar esos encuentros, tal vez te sirva como a mí encontrar conceptos que den forma a las intuiciones, a los pálpitos.
Yo me aferro al animismo: esta forma de entenderme en una vida con otros, con sus intereses y necesidades y tiempos y formas y enseñanzas y deseo y derecho a florecer. Otros que son el agua, las piedras, los árboles, las babosas, los humanos, las palomas, el musgo y los dientes de león; personas con las que, en simetría y mixtura, somos átomos y compartimos genes y una historia de estallidos y recreación y supervivencia que hoy es todo lo que vemos, tocamos, probamos, sentimos, tan vivo que no se puede creer.
El animismo entiende que es solo en relación con esos otros que accedemos y amplificamos nuestro lugar en el mundo y damos continuidad a la vida. En ese sentido hace absurda la supremacía y la dueñidad y propone un vínculo de paz, de respiraciones sincronizadas que se afectan, se modifican, se metamorfosean, se comen y renacen. Para ser animista hace falta reencontrarse con los ojos de la niñez, con esa curiosidad, esas ganas de detenerse ante todos a saludar: a las hormigas, al mar, a las plantas que viven en tu casa.
Hacerlo y sostenerlo.
Escribe David Abram en Devenir animal: “Tan pronto como les concedemos a los otros su propia apertura y otredad enigmática, nuestros cuerpos que sienten se ven abordados, confrontados, masajeados y atrapados por las huestes de carismáticos poderes que compiten entre sí por nuestra atención. De pronto nos vemos rodeados por una multitud de seres seductores, algunos tímidos y otros desvergonzados. Cada uno incita la imaginación de nuestros ojos o la curiosidad de nuestros oídos y así persuaden a nuestros sentidos a participar de una nueva cordialidad con la tierra cercana. (…) Al insinuar que cada montaña, cada nube, cada lobo, o roble o panal de abejas es una variante distante de nuestro propio pulso y textura y, a la inversa, que nuestro organismo sentiente es en sí mismo una variante de esas cosas -una intensificación o fluctuación de la carne sensible del mundo- ese modo de hablar vuelve a situar al intelecto humano dentro del cosmos sensorial. Subvierte el largo aislamiento del ser pensante con respecto al mundo de la percepción sobre el cual reflexiona, y sugiere que nosotros y el entorno sensorial estamos hechos de la misma trama, que estamos, en efecto, entrelazados de manera palpable con todo lo que vemos, oímos y tocamos: que somos por completo una parte de la biosfera viva”.
No se nombrarían así a sí mismos pero todos los pueblos indígenas son animistas (de hecho, salvo nuestra cultura desértica de ánimas, todas lo son a su manera). Y sin dudas es compartiendo tiempo con algunos de ellos, cuando tengo esa fortuna, que voy desplegando esa percepción que aún me cuesta sostener cuando cierro la puerta de mi casa y me quedo aislada entre sus paredes.
A comienzos de este año fui con mi hija a un encuentro de fitomedicina indígena en una Aldea Tupí Guaraní llamada Tapirema. Queda en Brasil, en Peruíbe, el litoral sur de San Pablo, a tres horas de la ciudad. La vivencia implicaba varios días de dormir en carpa, y escuchar esa cultura que hacen los territorios y los pueblos (ese “poliglotismo humanimal”, diría Coccia) entre recorridas por la selva, comidas compartidas, y fuego. Los Tupí Guaraní entienden que la naturaleza y su fuerza creadora son lo mismo: Ñanderú, el gran espíritu que todo lo ve, todo lo sabe, y todo lo habita porque todo es. Ñanderú es invocado entre las llamas y la música, por eso cada día empieza y termina así: con un fuego encendido y una ronda en la que agradecer, compartir, pedir y entregar aquello con lo que no sabés qué hacer porque tal vez no hay nada que puedas ni debas hacer más que ofrecerlo a esa persona que es el fuego para que lo devore, lo sublime, lo disperse.
El ritual es intenso pero sencillo: cantan unas canciones muy dulces y emocionantes mientras pasan sus manos por sus brazos, sus piernas, su espalda, su cara, entregando en ese gesto todo a ese gran espíritu y a los espíritus que ahí se manifiestan: sus ancestros muertos que nunca los abandonan, los rayos que golpean la arena fina y firme de la playa, las plantas sagradas de la selva abundante que crece alrededor, las cientos de plantas con las que curan cada una de sus dolencias, y los pájaros y monos y felinos que los rondan y que cazan y comen y visten y adoran.
Todos participan: bebés, niños, adolescentes, abuelos, pero las mujeres más viejas son las que recorren la ronda con unas pipas largas llamadas cachimbo, rellenas de tabaco y otras plantas y con las que sahúman a aquel que lo necesita.
Fue una de ellas la que anheló llegar a esta tierra que hoy habitan unas 12 familias: Catalina. Una mujer bajita y arrugada de ojos chispeantes y severos que vivía con sus parientes en un lugar urbano, cercada por un sistema que ignora y empobrece a los pueblos indígenas, y también por una forma de evangelismo que quema sus casas de rezos y les impide desarrollar sus prácticas. Catalina lo anheló a pesar de que, visto de afuera, hubiera parecido absurdo desde hace 500 años: si los quitaron de ahí, los quisieron exterminar, los dieron por extintos, y todos los gobiernos los persiguen hacia los márgenes más lejanos posibles. Sin embargo, la confianza en un movimiento impredecible como una llama que sale inmensa de entre las cenizas no los abandonó jamás.
“Ñanderú siempre está pero tiene sus tiempos”, dijo una noche Catalina mientras contaba cómo había sido el sueño con esta tierra, su tierra ancestral, o cómo se dejó soñar por ella guiándose hasta acá.
Fue hace pocos años: lo que hoy es un vergel entonces estaba destrozado por una forma de megaminería que nunca me hubiera imaginado era tan voraz: la de comer arena y hacer vidrio. La compañía explotó el lugar hasta sus últimas posibilidades. Cuando Catalina lo soñó, los empresarios recién lo habían abandonado para hacer negocios en otro lado. “Hasta las máquinas dejaron”.
Con un plan concreto de ocupación y recuperación los indígenas pidieron la homologación de las tierras (el paso necesario para obtener la demarcación que en ese país les devuelve la titularidad definitiva). Y la selva hizo lo que hace cuando la dejan: resurgió. Con una fuerza lo hizo que el terreno cambió radicalmente. Del medio del lugar, donde las máquinas habían perforado hasta los huesos surgió agua y con ella una laguna cristalina que ahora está repleta de nenúfares y peces.
Una de las expresiones más contundentes de la inteligencia de la Tierra: ver manar de una perforación minera una laguna poderosa y colectiva como es toda acción territorial. Un acontecimiento que involucra a los vientos, al sol, al suelo, al tiempo, a los espíritus, a las historias, a los cantos, a las plantas, a los humanos y a los otros animales. La respuesta de un lugar; un lugar por el que pidieron confiando que llegaría, un lugar que hoy protegen y agraden confiándolo al mismo espíritu de ese fuego y a las almas que lo habitan.
Por supuesto que lo difícil después es sostener la mirada despierta.
Nuestra carrera más feroz es contra el olvido.
Los rituales, las prácticas, y algunos lugares sirven para eso mismo: recordarnos.
Si el altar es una estructura consagrada a un culto, en mi casa hay uno para el animismo. La mesa del living: un cuadrado pesadísimo de pinotea recuperada de las vías del tren, que compré en una casa de muebles usados cuando me vine a vivir acá. Un espacio grande, de apoyo, que estuvo vacío durante un año entero hasta que mi hija empezó a ocuparlo llevando ahí sus tesoros: seres del mundo con los que se encuentra y con los que luego mantiene vínculos. Piedras de la plaza, piedras de la selva, piedras del mar. Semillas. Hojas del fresno de enfrente de casa. Plumas de paloma, de hornero, de pavo. Ramas. Animales tallados en madera que trajimos de distintas comunidades indígenas: un jaguar y una tortuga de Paraguay, un oso hormiguero de Chaco, un tucán y una víbora de misiones, una llama de Jujuy, un armadillo de México. Una corteza de árbol. Alrededor hay plantas: un palo de agua, una yuca, un culandrillo. Y desde que nos encontramos, o desde que me convocaron, siempre, pero siempre, en algún momento aparece una semilla de diente de león. Frágiles y fuertes, seguras en su aventura, audaces y enigmáticas. Vienen de a una. Pasean como una brisa. Recorren la mesa altar. Se quedan a mi lado. Y luego simplemente se van por la ventana. Lo hacen sobre todo cuando estoy ansiosa o desesperanzada. Y entonces para mí son una respuesta. Que no significa una solución; hay cosas que no la tienen, ya lo dije aunque ni falta hace. Pero las veo y creo en ellas, creo en algo que no sé ni entiendo pero me maravilla, creo en esas invitaciones con sus múltiples posibilidades, muchas aún sin palabras, que aparecen cuando empezamos a ver.
————–
Este texto surge de una búsqueda imperfecta y muy íntima que llevo hace mucho tiempo. Por supuesto también está guiada por lecturas como estos dos que nombro:
Devenir Animal de David Abram (editorial Sigilo) y O espirito da floresta de Bruce Albert y Davi Kopenawa (Companhia Das Letras).
Pero por sobre todo está conducida por caminatas, observaciones, decisiones, y encuentros como el que tuve en la Aldea Tapirema. Si te da curiosidad los encontras en instagram en @aldeiatapirema. Podés escribirles para saber de próximas experiencias abiertas a la comunidad.
Si estos temas te convocan, y te gustaría explorarlos más profundamente te invito a que seas parte de La Vida Despierta, el encuentro online en el que desplegamos ideas y prácticas para una reconexión profunda, radical y sensible con el mundo vivo. Tres horas para aventurarnos en tres ejes: una deconstrucción de nuestra relación con la naturaleza, una introducción a otras ideas, historias y autores maravillosos, y finalmente una guía con diez prácticas de reconexión para una resistencia sensible y activa.
La próxima cita es el sábado 10 de junio de 15 a 18 hs hora Argentina.
Los cupos son limitados para que pueda haber participación.
Si querés más información o inscribirte por favor escribí a solebarruticursos@gmail.com
Te espero con mucho amor.
Gracias