Mi madre vivía como yo en medio de la Ciudad de Buenos Aires. Pero sus padres, mis abuelos, cuando hacía calor la llevaban al río. Iban a la costa de Vicente Lopez, apenas cruzando a la provincia. Llevaban un pic nic, unas sillas, las toallas, se metían al agua a jugar, todos lo hacían. De esa época hay algunas fotos como la que está colgada en el portarretratos del pasillo oscuro del departamento de mi abuela: mi mamá y ella están en blanco y negro, sonrientes sobre una lona apoyada en el césped mirando hacia el agua limpia. Eran los años 60 y mi mamá tenía los mismos casi cinco años que mi hija tiene ahora cuando mira al río con sus ojos que son del mismo color que ese animal de agua: verdes, plateados, amarillos, un color todo revuelto y unas ganas que la rebalsan hasta la furia porque hace un calor del infierno pero ya sabe que no, que a este río nunca.
-¿Ni el pie?
-Ni el pie, si ni sabemos qué hay adentro, le respondo con esa mezcla de frustración y tristeza porque andar teniendo que enseñarle eso a una niña es desolador.
Es una conversación que tenemos siempre: los desconectados pudrieron el río.
-¿Todo?
-No, todo no pero esta parte sí. Por eso no podemos.
-¿Y alguna vez vamos a poder?
-Ojalá, le respondo y seguimos haciendo lo que hacemos en el río: mirarlo de cerca mientras jugamos a la sombra.
Aunque no nos podamos meter necesito ir ahí cada tanto. Mi hija también, me lo pide. Esa criatura salvaje hace al aire que respiramos, a los pájaros que vemos, a los árboles que se vuelven inmensos cuando los dejan crecer, a esa humedad que lo rellena todo.
A quienes vivimos en esta ciudad el río se nos pega en la piel todos los días lo queramos o no.
Yo crecí alejada del río. “Río de la caca” me dijo alguien alguna vez que se llamaba. No Río de la Plata que ya es lo suficientemente ofensivo porque su nombre sostiene su destino impuesto de paso, de tráfico, de saqueo; río de la caca. Era un chiste para una niña que así podía aprender más fácil a estarse lejos. Pero también era un modo rotundo de enseñar a verlo: con desprecio.
Al Río, que se le puede ganar tierra para alejarlo pero no se lo puede intubar y tapizar de asfalto como a los arroyos, en esta ciudad se le da la espalda y se aprende a ignorarlo, a no tener idea de cómo amaneció, ni cómo es, ni cuánto crece con la luna llena, ni qué cantos se le cantan, ni qué lo lastima, ni cómo se podría sanar.
Yo a la edad de mi hija no me metí a ese río ni lo visité tampoco: para cuando hacía calor mi mamá tenía una pelopincho que acomodaba en el balcón. Aislamiento individual contra una calamidad colectiva de la que jamás ni me hablaron.
Hace unos días entrevisté al líder indígena brasileño Ailton Krenak y le pregunté por el Río Doce, el sagrado río watú, alrededor del que su pueblo, el pueblo Krenak, construyó la vida y que en 2015, tras un derrame minero, quedó cubierto por 50 millones de toneladas de barro tóxico. Un río en el que ya nadie se puede bañar, ni beber; un río cuyas aguas no se ven ni pueden usarse para nada. Un río que nadie miraría y diría es un río y que sin embargo ellos no abandonaron. “Cuando el agua fue aplastada por el barro de la minería, la experiencia emocional de más de 200 mil personas que viven en la cuenca de ese río fue un tipo de muerte. Una experiencia de casi morir. Algunos, de hecho, murieron. Otros se quedaron traumados para siempre. Para mi pueblo, para los Krenak, para los pueblos ribereños que tienen una relación trascendente con ese río, con la persona que es ese río, con la entidad del río, el río no murió. Soñamos con él. El río entra en el sueño y dice “estoy vivo, estoy aquí, continúo”. El río va a volver. Solo que va a hacerlo a su tiempo y cuando nosotros cambiemos. Mientras, el río viene al sueño de las personas a recordar que no somos solo nosotros los que soñamos con él: el río sueña con nosotros”. me dijo. Y mientras lo escuchaba pensé en muchas cosas, también en mis abuelos, en mis padres, y en tantas personas que en Buenos Aires vieron lo que pasó con este río del que somos: recibieron la orden para darle la espalda.
Porque así fue: un día tras una ordenanza jamás debatida ni analizada, en 1975 la costanera de Capital a Provincia amaneció repleta de carteles que decían prohibido el baño. Y, salvo por algunas personas en resistencia que seguirían bañándose en esas aguas, la relación fluida que tantos tenían con el río se cortó. Después, o gracias a eso, sí: al río lo empezaron a pudrir. Sobre sus aguas descargan desde entonces residuos cloacales enormes y también deshechos industriales químicos y escombros y otros descartes de la construcción. Sus aguas demostraron estar cada vez más intoxicadas en todos los estudios que se hicieron.
A lo que le hacemos al río no lo miramos y de lo que pasa con río no hablamos tampoco. A mi nunca nadie me dijo nada sobre ese día que lo prohibieron. Como si no hubiera sido un acontecimiento. “Nos acostumbramos, fuimos a un club”, me dijo mi abuela cuando le pregunté. Pero algo tuvo que haber pasado.
En ese darse por vencidos, no darse cuenta, sentir que todo sería lo mismo, algo pasó.
Aunque seamos una civilización construida sobre la idea demencial de que podemos hacernos un mundo aparte, aunque nos hayan educado en el desinterés por todo lo que no sean algo a consumir, aunque no sepamos querer más que a lo humano o lo que se humaniza, si de repente hay un río al que no podés acercarte más y eso hacés, algo te pasa. Algo que retumba en lo hondo de cada uno y en la capa abisal de esta sociedad del desinterés y el conflicto y la violencia y el entretenimiento.
Si cortan el árbol que está frente a tu casa, algo te pasa.
Si respirás humo porque están quemando a los humedales, algo te pasa.
Si el calor resquebraja la tierra porque la tierra está en llamas, algo te pasa.
Si a la tierra le pasa nos pasa porque somos eso: partes de ese cuerpo inmenso, podamos expresarlo, reconocerlo o no.
Nuestro cuerpo lo sabe y le pasa.
Mucho le pasa.
“Somos en interser”, escribió el poeta zen Thích Nhất Hạnh.
Hace unos días escuché a otra poeta, la norteamericana Sophie Strand hablar de eso mismo. “Mi metáfora preferida para entendernos es la araña en su telaraña. Investigadores en cognición ampliada del MIT han mostrado que el conocimiento de una araña no está en su cerebro o su cuerpo sino que se extiende hacia su telaraña. Si dañas alguna parte de la tela, la araña actúa como si hubiera tenido un accidente cerebrovascular. Los humanos, como muchos otros animales, también somos así: tenemos la cognición ampliada. Solo somos nosotros mismos a través de los demás. Vivimos mediante una constante ingesta de otredades de una manera muy material, metabólica, así sostenemos nuestros cuerpos. Y, como ocurre con la araña, nuestras mentes no están en nuestro cerebro. La mente son los territorios que habitamos con la multiplicidad de seres que los habitan”.
Toda nuestra corporalidad que incluye a nuestra mente, nuestro corazón, lo fuerte y lo sensible, es y solo puede ser en relación a la tierra que hace posible la existencia. Nuestros sistemas: inmune, endócrino, nervioso, todos, se forjaron y evolucionaron entre ríos, noches oscuras, árboles, otros animales. Creer que nos liberamos de eso y que nuestra subjetividad, historia, estado de ánimo se independizó porque así lo asegura nuestra cultura, nos tiene entre entumecidos y desencajados. Sin entender qué nos pasa o por qué hacemos lo que hacemos. Pudiendo, como dijo Frederic Jameson, imaginar el fin del mundo pero nunca el fin del capitalismo. No podemos imaginar ni ver los otros mundos que sobreviven a nuestro mundo de cosas. Nuestra crisis, separados del mundo animado, es sensorial, espiritual y de imaginación.
El filósofo David Abram también escribió mucho sobre esto: “¿De verdad creemos que la imaginación humana puede sostenerse sola, sin que la sobresalten otras formas de sentiencia como las secuoyas, orquídeas en flor y los cantos fantasmales de las ballenas jorobadas? ¿Confiamos de veras en que la mente humana pueda mantener su coherencia en un mundo hecho exclusivamente por humanos? (…) Con los sentidos atontados y la atención separada del mundo, creamos en nuestra introspección una caverna silenciosa en la que pudiera tomar forma y nacer una nueva capa de la Tierra. Pero ya ha llegado el momento de dar a luz a ese nuevo estrato. De despertar a nuestros sentidos de su embeleso con las pantallas y de devolver ese poder al terreno más que humano”.
Decía que el otro día fui con mi hija al río. El agua brillaba y había dos garzas blancas caminando graciosas por la orilla. Ella miraba con sus ojos que son del mismo color que ese animal de agua: verdes, plateados, amarillos, un color todo revuelto y unas ganas que la rebalsaban hasta la furia La brisa era suave y como siempre: se está mejor ahí que en cualquier plaza forrada de goma eva y juegos de plástico. Pero el calor que llevábamos como todas, acumulados en el cuerpo, que es el calor de la tierra herida, de los árboles arrancados, de las montañas estalladas, de los cultivos envenenados, del alquitrán asfixiando la tierra a nuestro alrededor, ya se había atorado como angustia. Y ver el río hermoso y sucio y prohibido nos terminó de descorazonar. Volvimos a casa y Domi que pudo llorar también pudo dormir pero yo no. No me había peleado con nadie, no tenía “un problema de trabajo”, era eso otro de lo que no hablamos lo que me pasaba: el mundo hecho trizas que me dolía.
Le damos la espalda a ese río y duele. No sabés qué se hace para cambiar este rumbo horrible y duele. Las decisiones políticas son todas a favor de que el desastre avance y te provoca ansiedad a veces. Y falta de ganas otra. Yo miro a mi hija y solo pienso cómo querría que todo fuera diferente, que el mundo en que vive no fuera esta calamidad que provocamos y me desespera. Tal vez te pasa lo mismo y es difícil decirlo, y es difícil sostener hasta el dolor porque no es un problema individual ni un problema que tenga una resolución. Es un problema para estarse, como dice Donna Haraway: para permanecer en el problema. Pero cómo. Tal vez esa sea la peor de las condenas actuales: habernos escindido del mundo para quedar atrapadas en esta soledad donde también olvidamos los ritos colectivos que nos abrazan mientras nos estamos en el problema. Los Krenak sueñan con el río. Le cantan también. Lo lloran. Lloran por y con el río. Se dejan soñar por el río. Y por la selva. Y por las montañas. ¿Lloraste alguna vez por el río, por los humedales ardiendo, por los bosques que están siendo destruidos? ¿Te dejaste llorar por un río?
Tengo una amiga que se llama Mariana Matija con la que lloré por estas cosas, nos mandamos mensajes muy largos a veces y siempre que puede me devuelve prácticas y lecturas que no nos resuelven sino que nos dan más preguntas, de esas que son necesarias porque al menos nos permiten entendernos: saber que lo que te pasa está bien a veces es lo único que hace falta. Hace varios meses Mariana me pasó un libro titulado Ecopsicología Radical. Entonces leí unas páginas y lo dejé pero últimamente no puedo soltarlo. Su autor Andy Fisher es un psicoterapeuuta con esta idea: si no curamos nuestra relación con el mundo vivo, si no devolvemos nuestra mente y todo el resto de nuestra corporalidad a sentir con la tierra y con los truenos y con el fuego y con el río y con los otros animales, y con esas heridas y con sus resistencias, no vamos a poder estar ni cerca de un vida plena, saludable, vivible. La psiquis no puede entenderse aislada del mundo en que vivimos. Así como la naturaleza no puede entenderse como un conglomerado de objetos y procesos objetivos independientes de la subjetividad y la sensibilidad que la constituye, nosotros no podemos entendernos por fuera de esta tierra y lo que le ocurre. El problema de habernos dispuesto como una especie aparte con una especialidad cósmica, destroza nuestra intimidad, nuestra existencia y a la vez nos lleva a destrozar al planeta.
Nadie puede darle la espalda al río si antes no se la dio a sí mismo. La crisis ecológica deviene de “una ruptura patológica con la realidad. Por tanto, la vía para salir de nuestra crisis debe implicar, entre otras cosas, una reconciliación psicológica con la tierra viva”, dice Fisher.
Me gusta mucho eso: lo de la relación. La relación con la tierra y todas sus partes, y por ende con nosotras mismas, está dañada pero no deja de ser lo que siempre fue: una relación. Inevitable, necesaria, ancestral y vital.
La ecopsicología está hecha de experiencias y también de palabras, de poner en palabras, o de identificar las palabras que faltan. Fisher dice que ahí radica uno de los principales rasgos del problema: las palabras que necesitamos faltan porque la relación con la tierra viva es una relación de imposibilidades, de negaciones, de anhelo. Las palabras que necesitamos evocan lo que no fue y debiera haber sido, lo que necesitamos que sea, lo que añoramos y no podemos pronunciar, lo que nos duele de verdad pero confundimos con otras tantas cosas de un mundo demasiado humano.
Se habla de salvar al mundo, luchar contra el cambio climático, activar contra el colapso. Palabras bélicas para una relación de guerra. Cuando le pregunté a Ailton Krenak qué creía que debíamos hacer me dijo: “Todo lo posible de realizar está ya contenido en cada uno de nosotros, nosotros somos la semilla de ese cambio. No hace falta tener nada en la mente, ni hacer nada más. Basta ser semilla. Porque si no, nos vamos a atribuir una tarea más, de pensar, de organizar: no es necesario. Ser semilla. Si nos disponemos a ser semillas, la vida va a seguir”.
Ser semillas puede querer decir muchas cosas, también tomar de la mano a mi hija pequeña y llegar cerca del río, con toda esa incomodidad, y dejar que al cuerpo le provoque cosas nuevas. Caer a la tierra con la confianza de que ahí va a estar lo que necesitamos para entendernos y florecer, la nutrición y las respuestas que hoy nos faltan, la sanación y el cobijo, hasta que emerjan los caminos que hay que tomar, el cómo tomarlos y la fuerza para hacerlo.
En la tierra, junto a sus ríos y árboles y mariposas y hormigas y nubes, podemos encontrar el cuidado que necesitamos para restablecer con el mundo vivo (que incluye a todos los humanos) las relaciones que añoramos: simétricas, recíprocas, diversas.
En la tierra, junto al río a donde voy con mi hija cada vez que puedo, incluso si todavía no nos podemos bañar, podemos hacerle el tiempo para que lo que sea que está ocurriéndonos empiece a tomar forma, y recuperemos los sueños y las palabras. En la tierra, junto a ese río con el sonido originario, el que la tierra hablaba cuando nada más hablaba por acá, el del agua que somos, podemos hacer que corra otra información, urgente y clara como las olas.
La tierra y su río, o sus montañas, o sus plantas, o sus abejas, o sus murciélagos, que está tan lastimada como vos y como yo. Que es tan poderosa, inteligente, creativa, como también somos. Que nos espera para reencontrarnos.
Para leer más:
El libro que me llevó a entender que vivimos en un mundo encantado que solo espera que lo volvamos a mirar fue Devenir Animal de David Abram (editorial Sigilo). Luego leí La magia de los sentidos (editorial Kairós) y qué decirte: en esta carrera contra el olvido que siento que corremos a veces, desde entonces no hay semana que no vuelva a sus páginas. A mi amiga Mariana Matija la podes encontrar en marianamatija.com: lo que hace es hermoso.
El libro de Andy Fisher, Radical Ecopsycology no está en español pero si lees en inglés es muy recomendable.
Sophie Strand escribió uno de mis libros preferidos de este año, The Flowering Wand. Y tiene un artículo en español traducido por la revista Wimblu que encontrás googleando ¿Qué es el inframundo?