UNA CASA SIN PAREDES
EL LUGAR DE ENCUENTRO Y COMUNIDAD DE SOLEDAD BARRUTI.

Este es un espacio de propuestas, ideas, preguntas. Se llama borradores porque me gustan los borradores. Un borrador es algo inacabado. Y a la vez está, y es ese estar dado a la meramorfosis lo que me interesa. Un estado como el de las hojas del otoño que caen blandas a la tierra, o el de los nidos recién habitados, o el del compost y de las semillas viajando en el viento, y entre los cuerpos de los pájaros.

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TEMAS

Hongos, plantas y otras historias de amor.

1 de diciembre de 2023

Entonces, para seguir con la conversación que estábamos teniendo, se trata de permitirnos ser adultas sin dejar de maravillarnos con las sirenas, los espíritus del fuego, las palabras del mar. Abrazarnos a ellos con la convicción y responsabilidad que es habitar esta tierra en esta época. Animarnos a contar las historias que liberen a la apasionante búsqueda de verdad de su encierro en esta cárcel de razón, que tiene características tan poco razonables que nos están llevando al colapso sin que siquiera podamos sentirlo.
O sea, se trata de volver a mirarnos y volver a mirar a nuestro alrededor: de reencontrarnos con estos cuerpos que somos, con todo el dolor que guardamos, con toda su fortaleza, dependencia, y belleza; y con esos tantos otros que habitan esta tierra y están adentro nuestro y están ahí afuera, en la selva o en un claro en medio del asfalto donde un mediodía cualquiera anda naciendo otro diente de león. De mirar y preguntar. De mirarlos y preguntarles a ellos que son pájaros preciosos, que son yuyos curativos, que son hormigas organizadas, que son montañas inmensas, que son bacterias ancestrales, que son personas de las que no sabíamos nada, y volver a encender nuestra mente y corazón con sus respuestas. Dejar de lado, con valentía, esa fórmula que nos desertifica para que encajemos en la metáfora de un planeta inerte que hay que explotar hasta sus últimas fuerzas, explotándonos a nosotras mismas en el camino.
Para que eso sea posible, hay que quitarnos de encima a la competencia como explicación fundante de la evolución (tan conveniente a este anarcocapitalismo con toda su supervivencia del más apto que estamos viviendo) y abrazarnos por un rato a las múltiples otras formas que muestran que es el deseo (“el impulso de establecer conexiones, entremezclarnos, tejer poéticamente nuestra existencia con la de otros seres”, dice el biólogo y filósofo Andreas Weber) lo que dirige la fuerza de vida de este mundo hermoso.
¿Vamos?

Una de mis historias de amor preferidas es la de las plantas y los hongos. Comenzó hace 500 millones de años y sigue igual de intensa y transformadora.
Todo el mundo era casi plenamente acuático y salado entonces. Pero las plantas estaban animándose a una migración inesperada: saldrían del mar para habitar la tierra. Tenían un problema para eso: sin raíces no podían aferrarse a esta aventura que luego serían selvas, bosques, pantanos. Fueron los hongos que, gracias a las bacterias que nos permitirían a todos respirar, ya estaban ahí hace muchísimo, recorriendo con su propio cuerpo radicular, sus hifas, el suelo, quienes las recibieron.
Los hongos recibieron a las plantas apegándose a sus cuerpos verdes, húmedos y deseantes de sol. E hicieron durante millones de años de las raíces que las plantas no tenían, entretejiéndolas a su vez en esa red de hifas que forman el micelio que recorre tanto así como un tercio o la mitad de la masa viva de los suelos.
Abrazadas a esas criaturas distintas y misteriosas entonces, fue que las plantas pudieron pasar de ser algas a convertirse en esta magia que desde las profundidades de la tierra se (y nos) nutre de la energía del cosmos. Tan fuerte fue la conexión que tuvieron, que cuando las raíces vegetales existieron no se abandonaron: en vez crearon en la simbiosis un mundo subterráneo complejo y súper imbricado. Bajo tierra las plantas llegan hasta un lugar donde se vuelven hongos que se entrelazan con otros hongos que llegan a otras plantas fusionándose en una red de inteligencia colectiva a través de la cual todos en bosques, selvas y pantanos comparten información, nutrientes, sensaciones. Desde entonces, en reciprocidad, las plantas alimentan a los hongos con los azúcares y vitaminas que hacen después de sintetizar la energía del sol.
¿Lo podés sentir? Hay abrazos así de profundos que pisamos cada vez que caminamos. La historia de amor de plantas y hongos es un ciclo sin fin de vida y muerte ininterrumpida. Hay hongos que son heredados de árbol a árbol a través de las semillas; son quienes permiten que las semillas germinen y prosperen. A la vez, cuando los árboles caen son los hongos los que disuelven la madera, llevándolos aún más hondo de lo que habían ido antes, y disponiendo a su vez todos los nutrientes acumulados para las nuevas vidas que quieren florecer.
Es un amor sin linealidad; un amor de continuidades circulares, superpuestas, infinitas que desarman hasta la idea de muerte porque no hay individualidad posible en esa entrega dichosa que se da en vida.

Si en esos cuerpos en sí mismos, pero sobre todo en esos cuerpos mezclados para siempre, está contenida la verdadera historia del mundo que es también la nuestra, ante esta época aterradora donde igualmente somos tantas las personas que tenemos el anhelo de animarnos, de ayudarnos, de reconectar y de sanar, ¿cómo no habríamos de acudir a ellos para crear esas conexiones que hacen falta y encontrar las formas que buscamos de cuidar y de ser?
En Los hongos del fin del mundo la antropóloga Anna Lowenhaupt Tsing muestra como la funga se despliega en un montón de metáforas de las que podemos reaprender. Entre ellas, la precariedad: el estado que dirige esta época. Sin un trabajo seguro, con el sinsentido que es ser para producir (¿qué? Cosas que se rompen, que son basura, que nunca significaron nada) con la idea de progreso y desarrollo (por fin) hecha trizas, sí: somos como los hongos que surgen inesperados en un bosque después de un día de lluvia y sol, pura precariedad.
La precariedad asumida dice Lowenhaupt Tsing es una provocación para movernos hacia ese lugar en el que pueden acontecer cosas mejores. “La precariedad es la condición de ser vulnerables a otros. Los encuentros impredecibles nos transforman; no tenemos el control, ni siquiera de nosotros mismos. Todo está en constante fluctuación, incluida nuestra propia capacidad de supervivencia. (…) Pensarnos en términos de precariedad pone de manifiesto que la indeterminación también posibilita la vida”.
La indeterminación abre un camino no lineal ni planificado donde es algo más parecido al azar hecho de múltiples causas lo que va haciendo aparecer el devenir y sus múltiples posibilidades. La precariedad aparece así como una apertura, una invitación a adentrarnos en una “reconfiguración temporal multiespecífica” para lo que hoy no tenemos garantizado: un futuro.
De esto se trata entonces también salir de este momento de desconexión: de volver a escuchar estas historias donde la pura biología con sus ejemplos más materiales nos amarran, nos enraízan, nos permiten volver a poblar nuestras historias de personajes no humanos, descubrir, contemplar, aprender, escuchar, tocar, abrazar, oler, comer.
De conocer para tomar y ser tomadas por hongos y plantas que ya están en nuestro cuerpo (si compartimos memoria genética con todos ellos, lo que quiere decir que con ellos fuimos y con ellos podemos volver a ser), para entregarnos a la tierra y devolvernos encantadas a toda esta experiencia fantástica que es existir.

Como ves, el viaje que nos propongo no es mental (¿acaso alguna vez debió haberlo sido?) es somático. Involucra convocar otra vez a nuestra increíble capacidad corporal de sentir. Ese es el gran poder ausente: el que nos invita a sabernos carne del cuerpo del mundo. El que esta civilización adormece haciéndonos comer cualquier cosa y aprender conceptos desencarnados, quietitas en una silla, copiando lo que otros dicen, puras palabras humanas, con fechas humanas, con promesas humanas de una ciencia que avanza, de una economía que avanza, de una sociedad que avanza (¿a dónde? Al precipicio pero eso no lo dicen, nadie lo ve), memorizando de un mundo cada vez más áridamente humano, hasta el dolor de cabeza, y de espalda que sabremos acallar, porque aprendemos de camino qué pastilla tomar para desactivarnos completamente.
Volvamos.
Hay un concepto como palabra mágica que recuperar. Umwelt: quiere decir la parte del mundo que cada animal es capaz de percibir y experimentar. Cómo percibe el mundo, cómo lo vive, con qué formas, con qué posibilidades y qué límites, desde y hasta dónde. Lo creó el zoólogo alemán Jacob von Uexkull a comienzos del 1900 y lo explicaba así: “El cuerpo de un animal es una casa con un número de ventanas que da a un jardín: una ventana para la luz, una para el sonido, una ventana olfativa, una para el gusto y un gran número de ventanas táctiles. La perspectiva del jardín visto desde la casa cambia en función de cómo se haya construido cada una de las ventanas”.
En este momento donde tanta falta hace, Uexkull está siendo reeditado y reexplicado con ejemplos actuales. Mi revisitador preferido es Ed Young en La inmensidad del Mundo: un libro que muestra entre perros, murciélagos, nutrias, pulpos que no hay colores, no hay sonidos, no hay texturas: hay capacidades relacionales extremadamente físicas que prenden y apagan conexiones posibles que los crean haciendo este mundo de muchos mundos que se abre, como el de Alicia y sus maravillas, para quien tenga la llave, el tamaño, la pregunta indicada.
“El Umwelt es una fuerza que unifica y une. Nuestro Umwelt es limitado, solo que a nosotros no nos parece. Desde nuestra perspectiva lo abarca todo. No conocemos otra cosa y por eso nos resulta tan fácil caer en el error de pensar que no hay nada más que conocer. Pero se trata de una ilusión (…) Hay animales capaces de oír sonidos en lo que a nosotros nos parece un silencio total, de ver colores donde para los humanos solo hay oscuridad, y sentir vibraciones en lo que nosotros percibimos como quietud absoluta”, escribe Young.
Más allá de todo lo que nos perdemos desconociendo que el mundo no es (solo y afortunadamente) lo que vemos y creemos los humanos, sino que está abierto como un viaje psicodélico que es perceptible según tu capacidad de percepción, Young también dedica buena parte de su libro a contar lo que hacemos perder a esos otros cuando, ignorando tanto, llenamos la tierra de ruido, prendemos las luces anulando la noche, invadimos los Umwelt con vibraciones disonantes y perfumes de artificio. Extinguimos mundos sensibles por nuestro olvido insensible, nada más y nada menos.
Pero, ¿siempre fue así? ¿Nunca vimos más que lo vemos? ¿O sí? Y si fuera que sí, ¿no podríamos reencontrarnos con esas herramientas que nos ayuden a reconectar con esa capacidad primero de sentir y después de expandir nuestra capacidad sensible?

Uno de los episodios más lindos de mi podcast preferido (The Emerald de Josh Schrei) se titula El caso del hombre al que le crecieron cuernos. La historia que cuenta Josh está escrita en las máscaras de Dios de Joseph Campbell. Y empieza así: “Recuerdo cuando en los viejos tiempos los chamanes bufaban como toros y hacían crecer de sus cabezas cuernos opacos y puros. Una vez los vi, vivían en nuestro pueblo. Uno de los chamanes se llamaba Connor. Cuando su hermana mayor murió se chamanizó y entonces sus cuernos crecieron y salió corriendo al bosque así, como hacen los niños cuando juegan a los toros”. ¿Qué imagina nuestra mente moderna con esa información?, se pregunta Josh. “Nuestra mente piensa en sustancias que provocan visiones delirantes, en psicosis, en que el cerebro hace tanta fuerza para creer, que cree, en mentiras. ¿Pero qué tal si ninguna de esas opciones son reales? ¿Qué tal si esas visiones lo eran?”.
Entonces se aventura hacia una deconstrucción cada día más urgente: la que gira en torno a la idea de las culturas “primitivas”, de los pueblos “primitivos” alojados en ese lugar tan sólido del inconsciente colectivo donde creemos que “evolucionamos” al pasar del paleolítico a este momento que avanza hacia el derrumbe.
La humanidad entera (el 98 por ciento de la historia de nuestra especie) hasta ayer (unos cientos de años nomás) vivía lúcidas y permanentes experiencias de ritos colectivos, de estados de trance, de celebraciones y ceremonias comunitarias que llevaban, entre otras cosas, a compartir experiencias sensoriales de ser unos con el todo. Ventanas desde donde asomarse a ver otros mundos, otras dimensiones, otras realidades. De adoptar otros Umwelt a los que se llegaba a través de herramientas culturales creadas y sostenidas con ese solo propósito: tener intuición y visiones y no olvidar. Para salirse del yo y nunca creer en esta identidad individual tan violenta que nos terminó tomando por completo.
Eso éramos. Eso somos. Eso siguen siendo tantos pueblos que están acá nomás reexistiendo: haciendo de su existencia resisistencia. Pero para su construcción, la religión y la ciencia moderna establecieron todo eso como patológico, peligroso, atrasado, o en el mejor de los casos irrelevante. Dice Josh: “No es accidental que a medida que esa experiencia que teníamos cambió, la relación con la naturaleza también lo haya hecho. La construcción del mundo occidental fue en dirección a la huida del mundo visionario, que daba importancia a los soñadores, que daba importancia a los estados de transe. Pero si durante el 98 por ciento de la historia de nuestra especie, habitamos ese espacio de visiones, tal vez es más inherente a lo humanoel ver esos cuernos que dudar de ellos. Tal vez ser humano se trata de saber verlos”.

Creo que esta es la pregunta más importante hacia la que arrojarnos: cómo, sin renunciar a tanto conocimiento de época que es valioso y necesario, recuperamos eso que perdimos. Porque lo que perdimos es tanto que andamos como zombis mientras todo se extingue alrededor. La buena noticia es que cada vez es más evidente que contamos con ayuda para despabilarnos y apurar el tiempo perdido.
Cuando el abrazo entre plantas y hongos se dio crearon juntos un salto cuántico. Es lo que pasa con las simbiosis: el tiempo se abre y lo que demandaría millones de años más se precipita.
¿Podemos intentar algo así? Algo como conocer esas historias y animarnos a ser sostenidas de la mano, o de los pies, por alguna criatura, tal vez sean hongos, tal vez sean plantas, tal vez sea la vibración de una canción que nos enraíza para, sin miedo, transformarnos y volver a sentir esos tantos mundos dentro del mundo que están ahí esperándonos para, con amor y cuidado, enseñarnos el camino de volver a casa.

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