Hace más de 500 millones de años lo que ahora llamamos América del sur estaba pegada con lo que llamamos África. En lo que ahora llamamos Río de Janeiro en Brasil había montañas altísimas, como los Himalayas. La tierra era entonces continentes inmensos y mares intensos. Una historia que ya tenía millones de años hacia atrás haciendo otros continentes y que tendría (y tendrá) millones más hacia adelante con nuevas fragmentaciones, colisiones, transformaciones y formaciones que terminarían en esta versión del mundo increíble que habitamos hoy: humanos como células de un cuerpo cósmico. Partecitas de una Tierra que vive toda una vida propia mientras nos cobija, nos contiene y nos aloja como hace con tantas otras formas de vida que nacieron acá y que morirán acá para ser alimento y más vida. No somos dueños de nada. Tenemos sí mucho que cuidar y que reparar. Y muchos límites que poner a los zombis que creen que el futuro está en Marte y que acá se puede hacer cosas como bombardear el mar, envenenar los suelos, derribar los bosques.
El otro día mi hija me preguntó qué habíamos sido los humanos antes de humanos. Si habíamos sido esas rocas, si habíamos sido parte del mar y de las plantas y de otros animales. Todo fuimos y seguimos siendo, le respondí. Una parte viva de este planeta vivo de relaciones recíprocas. Somos todo lo que es y lo que fue y mientras estemos acá, siendo parte de esta partecita de la historia de esta madre que es la Tierra nos pasa lo que a ella le pasa y lo que le suceda también nos pasará.