2022 fue el año en que me di cuenta de que estaba exhausta. Fue un despertar doloroso pero a la vez amable. Lloré ovillada sobre mí misma hasta quedarme profundamente dormida cuando por fin lo entendí y me lo dije. No podría contar en este espacio los motivos concretos de ese agotamiento porque es toda una vida la que llevo pidiéndome emocional y físicamente cada día un poco más. Pero lo podés entender porque, con nuestras diferencias, seguramente te haya pasado a vos también: ir corriendo los propios límites porque nunca es suficiente siempre hay que hacer un poco más. Así, aunque en la pantonera de los privilegios probablemente ambas estemos en un color pastel a comparación de tantas muchísimas personas que no tienen garantizado ni un lugar ni un rato ni un plato de comida, a todas el sistema nos marca desde que nacemos con una consigna impiadosa: hay que ganarse la vida, y la vida es cara.
El agotamiento puede llegar en la guardería, en el jardín de infantes o en primer grado cuando sos una niña que va de acá para allá, quedándose en lugares, quieta, esperando, aguantando, recortando papel glasé de 8 a 6 para acompañar la productividad de tus padres, o de tu madre sola.
Estar exhausto es literalmente estar agotado en latín: ex (afuera) + haustus (vacío). Das para afuera hasta quedar vacío de fuerzas. Agotado: sin gotas. Sin agua. Agua: lo que hace a la casi totalidad de nuestras células, la materia originaria que habitamos mientras nos hacíamos capa por capa peces, anfibios, mamíferos en ese cuerpo otro que nos dio el tiempo y el espacio para ser. Nuestra vitalidad es agua, nuestra consciencia es agua, nuestros pulmones, nuestro cerebro ¿cómo podemos vivir en una sociedad que nos deja exhaustos, que nos agota?
Enamorándonos del monstruo. De ese objetivo fantástico. Veneramos el cansancio que nos lleva hacia ahí, a dárselo todo. Cuanto más grande, más excéntrico, más refulgente lo que hacemos, mejor. El cansancio del que nos jactamos está metabolizado para que no se note en su espesura, en su violencia, en su crueldad. Como esos campos que se ven verde furioso aunque la tierra ya está casi muerta. Agotarse y que no se note es un súperpoder que se construye con falta de sueño, esfuerzo mental permanente, entretenimiento vacío, consumo, consumo, consumo, vínculos dañados y un cuerpo ignorado pero siempre decorado para la belleza.
Cuando el hechizo se sella somos lo que se espera de nosotras: territorios dispuestos a la explotación extractivista.
Y acá lo irónico: nos pasa un montón a quienes tratamos de luchar contra eso mismo que corporaciones, millonarios y zombis están haciéndole a la tierra. No queremos que se siga agotando este planeta, estamos a favor del decrecimiento y la regeneración y buscamos vivir sabroso pero demasiadas veces vivimos precariamente, alimentando a toda hora los dispositivos insaciables que procuran que nuestras metas tengan éxito. Trabajamos hasta girarnos en falso o fundirnos.
Nada bueno puede salir de ahí.
“Nuestros cuerpos desean que nos detengamos como la tierra desea que nos detengamos” leí esa frase todavía bajo la bruma de la ensoñación que tienen esos momentos donde todo se vuelve vibrante y sensible; ovillada después de dormir, después de llorar, y de volver a dormir. Desperté y seguí leyendo: “Estás alineada a un sistema que apenas te ve como una herramienta o una máquina”.
Cuando te rendís a veces pasa: te abrís y se abre el mundo con sus cielos y sus higos y sus libélulas y sus horneros y sus tantos ojos y su tanta música y sus tantos libros buenos.
“Descansar es resistencia” (Rest is Resistance), así se titula el manifiesto que encierra estas frase. Su autora, Tricia Hersey, es activista artista feminista negra. Su tesis es inapelable: el capitalismo nació en las plantaciones, esclavizando personas, es un sistema de destrucción masiva del que hay que salirse porque si te tiene adentro te arrasa. Te arrasa a vos como arrasa a las montañas, a los ríos, a los otros animales, a las plantas; todos obligados con venenos, con drogas, con tecnología, con intervenciones genéticas, a vaciarse de sí mismos para ser, cada año, un poco más productivos. Los cuerpos exhaustos son cuerpos dóciles, fácilmente utilizables: sucede en las granjas industriales de cerdos, en los invernaderos de frutillas, en las escuelas, en los criaderos de perritos, en las oficinas, en las fábricas, en las calles.
Entonces, ¿cuál es la salida? Tricia Hersey plantea algo que parece una pavada y sin embargo es plenamente disruptivo: descansar.
Crear un espacio diario para un descanso ontológico. Contranarrativo. Comunitario. Descansar por una misma y por las otras. Ser lugar de descanso, y que se vuelva movimiento. Ni un spa, ni un viaje al paraíso: una siesta corta, apagar el celular, ingresar en una actividad improductiva, soñar despierta, imaginar, alivianar el trabajo de otras. Aferrarse al descanso como a un tubo de oxígeno en medio de esta nube tóxica que habitamos.
Escribe ella: “La destrucción nos mantiene en un ciclo de trauma; el descanso perturba e interrumpe este ciclo. El descanso es un trabajo de confianza. Es un trabajo de curación. Es un trabajo de descolonización. El descanso es un ethos de reclamar tu cuerpo como propio. El descanso proporciona un portal para la curación, la imaginación y la comunicación con nuestros antepasados. La del descanso es una subcultura que deja espacio para el florecimiento de una resistencia (…) La propuesta es descansar no para ser más productivos sino para ser quienes éramos antes del terror de la supremacía blanca, el capitalismo y el patriarcado.”
Frenar para que la cosa frene.
Interrumpir la carrera hacia la nada y dedicarnos a vernos más, a sentirnos más, a cuidarnos más mientras trabajamos, comemos, queremos, miramos, somos, nos llevaría a la vez, de una manera somática, a ver, sentir y cuidar la tierra; a honrar la existencia. Tal vez lo que más hace falta en este momento: rendirse como forma de lucha.
Animarse a suspender el tiempo.
En un curso (maravilloso) que tomé en diciembre en el espacio virtual llamado Advaya el filósofo alemán Andreas Weber nos regaló una práctica simple y preciosa: pasar todos los días un rato con un otro no humano. Sentarte cerca de una araña, junto a un árbol o una piedra, y sin esperar nada saberte en simetría existencial con a ese otro ser con quien compartís esta época, este momento, esta tierra increíble.
Las prácticas como estas, dice el escritor y activista Gary Snyder, deben ser entendidas “como el esfuerzo sostenido, deliberado y consciente por acompasarnos con nosotros mismos y la verdadera condición del mundo existente”.
Pasar un rato todos los días con una piedra, un árbol, una mosca y ver qué pasa.
Dejar que se despierten esa admiración y ese amor y ver qué pasa.
Cerrar los ojos y respirar juntos y ver qué pasa.
Si no hay nada que ganar, el tiempo jamás se pierde. Se transforma.
El tiempo deja de ser lineal y podemos mirarlo de maneras nuevas. Por ejemplo como un mar inmenso que nos contiene hace millones de años en potencia o hechos carne, siendo o desprendiendo partículas, alimentándonos o como alimento, en disforia y metamorfosis, personas perfectas, suficientes, completas.
En ese tiempo sin fondo, revuelto y salvaje, donde todo es lo que es, a veces podemos nadar, otras revolcarnos, otras hacer la plancha y muchas veces bucear para encontrar, entre caracolas y algas, salvavidas ancestrales.
En este espacio abierto hoy, esta casa sin paredes a la que te agradezco hayas entrado, quiero hablar de estas cosas que son historias, que son ideas, que son prácticas que atesoro por eso mismo: porque salvan la vida. Porque te mandan a descansar y mientras estás descansando entendés por fin por ejemplo qué quiere decir que la vida no es útil.
Eso solo: en un mundo de utilidades y mercadotecnia, asfixiados por una civilización que dio por muerto al mundo para saquearlo y hacer de los reinos vivos y las fuerzas vivas un cúmulo de cosas, que descarta cuerpos y despoja territorios para honrar la idea de ganarse el pan con el sudor de la frente: La vida no es útil. La frase es del líder indígena brasilero Ailton Krenak.
Al igual que su otra frase que amo (y que tengo tatuada en la muñeca derecha) -el futuro es ancestral-, La vida no es útil es el título de un libro: una serie de ensayos hechos a la luz de la pandemia, en ese tiempo afuera del tiempo, en que descubrimos que todo podía frenar y acá seguíamos. Con calidez pero también con filo, Krenak deconstruye nada menos que el propósito de la vida. “Los blancos esclavizaron tanto a otros que terminaron por necesitar esclavizarse a sí mismos. No pueden parar a experimentar la vida como un don y al mundo como un lugar maravilloso”.
No termino de entender si Ailton Krenak tiene esperanza en la humanidad. Él dice que últimamente prefiere hablar con las hormigas, con el río, con las piedras. Y confiar en que la tierra sola, a su ritmo, va a saber qué hacer con esto que le hacemos. Pero Krenak también dice que ve cómo “lentamente está despertando la consciencia de saber que los pueblos originarios guardamos vivencias preciosas. Lo que resta es vivir las experiencias tanto del desastre como del silencio”.
El desastre y el silencio y la experiencia.
Dar el tiempo a eso y ver qué pasa.
Adoptar prácticas sencillas, sostenerlas, darle el tiempo.
Dice Krenak: “Puedes experimentar salir de adentro de tu auto, y tener una relación cósmica con el mundo. Mucha gente debe encontrar que solo los pajés, o aquellos que ya alcanzaron alguna forma de trascendencia, pueden tener esta experiencia, pero eso que llaman ciencia también está ahí constatando permanentemente la relación que hay entre la tierra y el sistema solar, y entre las galaxias. Convoquemos la experiencia de estar en armonía habitando el cosmos: es posible experimentar eso en nuestra vida cotidiana si no nos rendimos al terrorismo de la modernidad”.
Si la vida no es útil la vida puede ser otras muchas cosas. Por ejemplo la vida puede ser el gozo de una loba marina que sale del mar y se acuestan en las rocas a adorar al sol.
¿Viste alguna vez algo así?
Un mes atrás fui a trabajar a Cabo Polonio, en Uruguay, y me desperté en una casa junto a unas piedras a donde iban decenas de lobos marinos a descansar. Salían del mar, mojados, radiantes, satisfechos de comida. Buscaban su lugar entre las piedras. Antes de acostarse se frotaban contra ellas: la cara, el cuello, la panza, la piel toda abrazada a esas rocas calientes que recibían y abrazaban a los animales con el mismo deseo. Y luego se quedaban quietos, casi petrificados, de cara al sol.
¿Viste alguna vez algo así?: ¿animales encantados, dichosos, adorando al sol? ¿Te dejaste alguna vez ser ese animal que sos y tu cuerpo resguarda?
Lo de esos lobos de Cabo Polonio además es conmovedor porque hace tan solo 25 años esos mismos animales eran víctimas de cacerías sangrientas: desde los 60 todos trabajadores de paso llegaban a las costas armados con palos con los que golpeaban a los lobos hasta matarlos. La brutalidad de la matanza era para preservar lo único que se quería de ellos: la piel y la grasa. Un cuchillo o un arma de fuego dañaban el material. Las fotos de esa época, muestran en gris las costas rojas y el pánico.
Todo eso paró recién en 1998. Eso quiere decir que muchos de los animales con los que yo desayunaba habían padecido eso: la muerte a palazos de padres, madres, abuelos, cachorros.
¿Habrán dejado de dormir sus siestas al sol entonces? ¿O habrán hecho de eso, de la adoración sostenida a la estrella alrededor de la que todas giramos, su resistencia?
Empezar un proyecto nuevo requiere mucha energía, entusiasmo y dedicación. Hacer este espacio en el que espero nos encontremos, fue un trabajo enorme, que involucró a muchas personas. Pero, como un salvavidas para estar lejos del frenesí de las redes sociales (tal vez uno de los espacios que más nos agota física y espiritualmente), procuré hacerlo bajo este paradigma que voy de a poco descubriendo. Más que eso: lo hice a propósito de una vida más descansada y, por eso mismo, más despierta.
Ojalá te guste y te sirva.