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Malcomidos: diez años después

Hace quince años me aventuré en una investigación que me cambió la vida.

Porque este libro, que ahora cumple una década, fue primero eso: una búsqueda personal guiada por la curiosidad que me provocaba que, alrededor de un evento tan cotidiano como comer, todo fuera misterioso y oscuro. Me guiaron preguntas y lecturas, también algunos documentales. Hasta que un día empecé a ver, a oler, a escuchar de cerca. Ese encuentro transformó mi relación con la comida, y a través de la comida, con sus historias hechas de semillas, plantas, animales, suelos, vientos, culturas, y personas, muchas personas.

La propuesta que me hice fue ir a los lugares en donde crecían las frutas y las verduras que llegaban a la verdulería, en donde se producían los huevos y los pollos, las carnes y los pescados. Quería visitar los campos que prometían sacarnos por fin de la crisis y también los bosques que por esos campos ya no iban a existir más.

Entonces eso hice. Fui a los corrales de engorde con sus vacas hacinadas y llorosas porque solo podían respirar y habitar su propia bosta y orina mezclada con barro. A los gallineros en donde las gallinas, encerradas de a ocho o de a diez por jaula, estaban condenadas a pisarse unas a otras. A lospueblos en los que las mujeres se encontraban en las salitas de salud a las que llevaban a sus hijos con cáncer para organizarse junto con un algunos médicos valientes y trazar el mapa que hacía coincidir las fumigaciones con ese reguero de muerte. Pisé los montes recién asesinados en el norte y hablé con indígenas acorralados, desalojados de esa tierra que siempre les habían dado todo lo que necesitaban, obligados a convertirse en pobres de periferias urbanas. Y así. Hasta que un día, todo eso que vi se me hizo carne y desde ahí pude escribirlo, contarlo, y ya nunca paré de hacerlo.

Literalmente sucedió, y de una manera que no esperaba. Fue después de haber visitado la granja industrial de cerdos más grande de la Argentina. Viajé muy temprano una mañana junto con su dueño, Antonio Riccilo, que además tenía un feedlot de vacas y que estaba por estrenar unos corrales para pollos. Caminé por los galpones cerrados en donde los cerdos, todos iguales, crecían de la manera más eficiente posible: en el menor tiempo, en el menor espacio, y haciendo lo único que se esperaba de ellos, que era comer y engordar. Entre estructuras de aluminio brillante vi a esos animales y a su único padre –el cerdo reproductor–, también a algunas cerdas que estaban en sus jaulas de gestación: espacios del tamaño de sus cuerpos donde los animales aguantan hasta que llega la hora de parir. Escuché su apuesta de orden y progreso –la apuesta que comanda todas las decisiones monstruosas que se toman en este mundo en que vivimos– y tomé nota hasta que ya no pude seguir escuchando: cuando entré a la maternidad se me taparon los oídos. Era un lugar repleto de sangre y gemidos en el que las cerdas parían aprisionadas entre barrotes. Jaulas como las que antes las habían sostenido en sus preñaciones ahora las obligaban a estar tumbadas mientras que algunas mujeres se turnaban para recibir a sus cachorros y los colocaban para que ellas, sus madres, sin tocarlos, sin olerlos, sin mirarlos, estabuladas en esa posición de tortura, los amantaran. Nos acercamos a una de esas jaulas. En un rapto de entusiasmo, Ricchilo levantó a uno de los diez cachorros y me lo puso en brazos. Fue como sostener a un bebé: rosado, blando, caliente, me miró y exhaló por el hocico vapor de leche. Y su madre, aprisionada, también me miró: con furia lo hizo, con desesperación, con odio. Sentí sus ojos amarillos grabándose los míos. Le devolví a su hijo. Y casi todo lo que pasó antes y después está escrito en “Un país descarnado”, el capítulo de este libro dedicado a esa visita.

Lo que no está escrito, lo que quiero compartir ahora, es esto: a la mañana siguiente me desperté todavía abrumada. Despedí a mi hijo que se fue a la escuela temprano y puse agua para hacer un mate. Me preocupaba no saber qué hacer con la acumulación de experiencias atroces que iba acumulando. ¿Quién iba a querer leer sobre esto? ¿Para qué iba a contarlo? ¿Cómo podía escribir la historia que necesitaba contar para hacer de las palabras un conjuro que transformaran algo? Aprendí a escribir con Guillermo Saccomanno. Fue mi maestro, y me enseñó que se escribe siempre sobre lo que duele, y que se escribe para entender. Y que entender es ir hacia adentro. A es ese lugar interior adonde ni sabemos llegar, a veces…

Y en ese momento el agua hirvió. Y me puso de malhumor porque el mate no se toma con agua hervida. Saqué la pava de la hornalla con ese ímpetu de la tarea mal hecha y el cansancio, y el asa de la pava se zafó. Se derramó toda el agua y ahí hice esto, inexplicable: en lugar de alejarme, de un salto me acerqué al agua caliente que cayó en mis piernas.

Me desvestí, llamé a mi mamá, me puse agua fría, me acosté en la cama. El dolor de una quemadura no se parecía a nada que hubiera vivido antes. Era tan puro, tan concreto, tan absoluto que no me permitió, por semanas, pensar en nada más. Tampoco hacer. Fui eso durante el tiempo que duró el ardor: un cuerpo que no se podía mover y solo sentía día tras días el vacío de la piel desintegrada primero, de la piel naciendo nueva después, de las cicatrices que iban a quedarme chiquitas y nacaradas para siempre.

Cómo esa experiencia se inscribe en esta historia tiene muchas interpretaciones posibles que van de la torpeza a la necesidad corporal de manifestar tanto horror atragantado. De imprimir el dolo y mezclarlo en esa historia salvaje que solo los cuerpos saben contar.

Fue recién después de quemarme y de estar en cama hasta curarme que empecé a escribir y que ya no pude dejar de hacerlo.

Vivimos tiempos míticos: con la industria alimentaria como punta de lanza nos acercamos hacia un abismo al que le sobra evidencia aterradora. Si no hacemos nada al respecto, sin árboles, sin agua, sin semillas, entre pandemias y fuego y gritos que nadie escucha y chorreras de sangre que nadie ve, la comida que comemos va a terminar por devorarnos a nosotros mismos.

Pero nada está dado para que hagamos nada. Tampoco para que nos enteremos.

La trampa civilizatoria es que todo esto sucede mientras la desinformación y la anestesia arropan las conductas zombis con colores brillantes y deliciosos perfumes de artificio.

Si de éxito y fracasos se tratan los balances, en estos diez años que pasaron no hay hacia afuera demasiado para celebrar. Desde la publicación de Malcomidos la vida de la tierra solo se redujo a fuerza bruta. En la Argentina el trigo ahora es transgénico. Los humedales del Delta del Paraná se están muriendo porque los ganaderos los quieren hacer pasturas quemándolos. El mapa del agronegocio en expansión coincide con el de la pobreza y su expansión. Más de la mitad de los niños y niñas de nuestro país no vive en condiciones mínimas de dignidad. El único derrame que existe es de agrotóxicos. En Río Negro hay cinco mujeres indígenas presas en una causa que se lleva puestos todos los principios democráticos. Ante cada crisis de sequía hay subsidios enormes que pagamos todos para apoyar a los dueños de los campos que las provocan. Los árboles desaparecen y con ellos tantos cantos, tantos colores, tantos ojos de seres que no sabríamos ni nombrar. Monsanto se disolvió hacia el cuerpo de otra compañía, Bayer: sin disimulo nos venden los venenos que nos destruyen y las pastillas para que sumemos esperanza de vida. Porque parece que es un logro: acumular años con drogas. Y el poder real ya ni disimula: en 2023 Syngenta puso a su CEO por un rato junto al presidente de turno a gobernar.

A los logros colectivos que se pueden contar para inclinar un poco la cosa les sobran los dedos de una mano: un productor de tomates fue procesado por envenenar a un niño; no tenemos granjas industriales de salmón ni megagranjas factorías de China. Y por fin vamos al supermercado y nos encontramos con una ley de etiquetado que nos dice que lo light no es light y que tener una criatura y que la alimente Nestlé no es una buena idea.

Poco.

Y sin embargo.

Tal vez no se trate de esto.

De tratar así al presente –a lo que nos pasa– como si fuera un excel que suma derrotas y fracasos.

Los tiempos míticos son también tiempos con otros tiempos y devenires donde, en los lugares más insospechados, puede estar cociéndose lo inesperado, entre personas hoy todavía tímidas pero que un día salgamos y cambiemos el rumbo.

Escribí el libro que necesitaba leer. Cuando lo publiqué no tenía redes sociales y no sabía bien a quién más le podía llegar a interesar. Pero enseguida aparecieron muchos que, después leerlo, me contaban que también intuían que la forma de comer que hoy nos condena puede esconder el germen de la revolución urgente.

Hoy creo en eso más que nunca.

En que el antídoto contra el adormecimiento colectivo es recuperar la vehemencia amorosa que nos apega a la vida. En que la única resistencia contra la cultura del fin del mundo es volver a sentirnos cuerpos vivos en un mundo vivo. En que tener nuestra sensorialidad despierta y dispuesta para dejarnos afectar con todo el sufrimiento y toda la belleza que eso implica es una poderosa arma de batalla.

Si comer es el diálogo más importante y cotidiano que tenemos con la tierra y todos sus reinos y fuerzas vivas, comer comida sana, limpia y justa puede arrancarnos de este presente de indolencia, destrucción, adicción y depresión para acercarnos a uno de regeneración, ancestralidad, cuidado y respeto.

Y cuando digo comer no me refiero al acto individual de abrir la boca e ingerir un alimento. Comer nunca es un acto individual: es un proceso profundamente colectivo hoy enredado en tanta violencia que se transformó en un privilegio. Para comer bien tenemos que comer todos y para eso es crucial cambiar la cultura de marcas y agronegocio que nos está matando por agricultura agroecológica con redistribución de tierra, personas en el campo, semillas libres y recetas que no tengan entre sus ingredientes la crueldad que hoy tienen; esa que hacee que prefiramos, muchas veces, ni siquiera saber qué estamos comiendo.

Dejar de estar malcomidos es una apuesta micro y macropolítica, contracultural y subversiva,que nos devuelve a los cuerpos como lugar de poder y de verdad y de deseo.

Malcomidos es un libro inaugural, y como tal tiene el arrojo de una realidad que quema y que duele y que nos necesita implicados para ser curada. Podría corregirle comas y otras equivocaciones que, incluso, devinieron en personajes que hoy no elegiría para narrar algunas partes. Si lo reescribiera probablemente hay cosas que contaría de otra manera, que querría explicar mejor. Sin embargo, hay una verdad mucho más grande que subyace en esos detalles y que hace que siga siendo lo que fue: un comienzo, una invitación a empezar a transitar un camino sensible de reencuentro con lo que somos para vivir una vida más despierta, más intensa y más real. Sé que hay muchas excusas para no hacerlo, pero, en todo este tiempo, entre miles de lectores, no encontré a ninguno que se haya arrepentido de probarlo.

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Entrevista al líder indígena Ailton Krenak

Una de las personas más inspiradoras e interesantes de esta época presenta su segundo libro en Argentina, La vida no es útil (Eterna Cadencia).Mostrar menos

Entrevista al líder indígena Ailton Krenak

Hacia fines de los ‘80, Ailton Krenak se paró frente al Congreso brasileño vestido con un impecable traje blanco, se pintó la cara de negro y alzó la voz para que los reclamos de los pueblos indígenas fueran incorporados a la Constitución. Desde ese día se convirtió en una de las voces más potentes de un movimiento inclaudicable por los derechos humanos y de la tierra. Soledad Barruti lo entrevistó por la publicación en Argentina de su último libro “La vida no es útil”. Con casi 70 años, habla del río Doce —un río sagrado para su comunidad, hoy cubierto por el barro tóxico de la minería—, de los sueños como lugar de encuentro y resistencia, y de una revolución ontológica y posible para despertar a una existencia maravillosa.

Nada es verdad salvo la selva que está siendo asesinada. Anoto eso en mi cuaderno y camino por las calles de Auzilândia, un pueblo habitado por un puñado de gente que parece haber sido aislada por el ruido y la contaminación de un tren minero. Este lugar también era selva y ahora es un paraje hecho de calor y despojos: palmeras escuálidas; alguna que otra vaca blanca, pacíficas y demoníacas, pobres vacas, comiéndose los pastos que quedan entre la tierra seca revuelta; y hombres y mujeres y niños olvidados a la vera de negocios que se enuncian cada día más prósperos: sojales, ganadería, minería.

En el Estado al nordeste de Brasil en donde me encuentro, Maranhao, el 80 por ciento de la selva ya no está. Eso quiere decir muchas cosas. Sobre todo que ahí queda un 20 por ciento que aún respira y late y sueña y crea y existe. Hermosa, feroz y rotunda. Repleta de hojas, lianas, raíces, hongos, plumas, escamas, piel, colmillos, aguijones, perfume, zumbidos, espesura, sudor; y cantos y gritos y sangre y latidos y ojos. La selva viva está en un peligro terminal mientras la posverdad que la desaparece anuncia exportaciones y dólares a montones, acumulando pobreza y violencia…

Este artículo fue publicado en ElDiarioAr (Argentina), ElDiarioEs (España), Cerosetenta (Colombia), Pie de Página (México), Zona Docs (México), Prensa Comunitaria (Guatemala), Enquet’Action (Haití) y Sumaúma (Brasil)

Entrevista a David Abram

El ecologista y filósofo David Abram escribió dos libros fabulosos que repiensan nuestra relación con lo que nos rodea y proponen volver a una mirada de asombro ante lo que nos presenta el mundo natural. Devenir Animal y La Magia de los sentidos. En esta entrevista que le hice invitada por Fundación Filba hablamos de recuperar nuestra percepción, la escritura, la niñez y la vida animada. 

Se llamaba relatos de reparación desde la selva en ruinas. Sucedía en el mismo lugar, Maranhao, un estado del noreste de Brasil donde Amazonas empieza y también donde ha estallado su destrucción. Maranhao es la frontera más deforestada de ese paraíso de plantas y animales y pueblos que se está acabando. El lugar donde muchos brasileros viven en extrema pobreza y uno de los dos estados donde más ha crecido la violencia en el último año. 

Esa historia, sin embargo, proponía narrar algo que también acontecía. Un pasaje luminoso en medio del horror que viven los pueblos indígenas desde hace demasiados años, recrudecido en los últimos tres años por un presidente que está haciendo lo posible por acabar con ellos: Jair Messias Bolsonaro.

Esa historia era, como esta, sobre los indígenas awa guajá que viven en esa selva. Son cazadores recolectores, parte de los últimos grupos del mundo con esas formas de vida siempre en movimiento, andada. Hay un nъmero indeterminado de ellos que todavía permanecen aislados: no ignoran que hay una sociedad ordenada tras un Estado, se niegan a relacionarse con ella y han ganado ese derecho…

Este artículo fue publicado en ElDiarioAr (Argentina), ElDiarioEs (España), Cerosetenta (Colombia), Pie de Página (México), Zona Docs (México), Enquet’Action (Haití) e Infoamazonia (Brasil)